sábado, 14 de noviembre de 2009

Comunidades

Ayer se graduaron otros 67 alumnos de la Facultad de Comunicación de la Universidad Austral. Sigue parte de lo que dije en el discurso:

Existe hoy una explosión de la palabra comunidad. Es un término que resurge con nueva acepción. En mi juventud, comunidad remitía a la bohemia hippie o a la experiencia religiosa. Con una inspiración utópica u otra guiada por la caridad cristiana, en ambos casos implicaba la idea de construir algo en común, de compartir, de cooperar sin interponer la codicia, la ambición o el egoísmo.

Hoy las comunidades de sentido no tienen por qué ser también comunidades de vida. De hecho muchos jóvenes, muchos miembros de la llamada Generación Y, tiene vínculos más intensos con sus contactos de chat o con sus amigos de Facebook, que con sus compañeros de trabajo. El involucramiento, la implicación vital, sigue siendo el problema más grave de las corporaciones por las que los jóvenes profesionales pasan dos o tres años sin que la empresa pase por ellos, sin generar lazos duraderos, sin siquiera empezar a echar raíces.

Y algo parecido le sucede a la política. Yo creo que los jóvenes están realmente interesados por los temas públicos, se autoconvocan y movilizan cuando un asunto les impacta y les afecta, sea el incremento de la inseguridad en Buenos Aires, el ahogo de los pequeños productores del campo o la instalación de una empresa pastera en los márgenes del río Uruguay. Lo que sucede es que esa movilización no sigue las consignas de los políticos. Pero la política no es eso que hacen los que pelean por el poder, no tiene por qué ir a parar en ese triste muestrario de arrogancia, corrupción, manipulación, autoritarismo. La política debería consistir en la construcción del proyecto colectivo.

Los jóvenes se movilizan más que nadie detrás de empresas solidarias. Se hacen más cargo de sus conciudadanos que muchos políticos profesionales.

Hoy la población juvenil se fragmenta en comunidades: clubs de fans, tribus urbanas. Internet es el gran lugar de encuentro de los jóvenes. Pero Internet, que nació con vocación de tejer redes y vinculada al saber, hoy se debate entre la conectividad desinteresada entre personas y el intento de lucrar a cualquier costo por parte de las marcas que usan arrebatadamente los blogs, las redes sociales o Twitter, porque saben que tiene que estar ahí pero aún no saben para qué. Así, los productores de contenido buscan generar tráfico en los celulares sin tener en cuenta la calidad de lo que distribuyen, a través de un concurso de SMS o de mil promociones que demandan enviar mensajes de texto.

Las marcas quieren sus comunidades. Y está bien que sea así. Siempre que se sepa que el valor que no van a negociar los miembros de una comunidad es el de la confianza: si están en la comunidad es porque esperan que el fin de la comunidad sea el declarado. Y la confianza, se sabe, no se puede prescribir: la confianza se inspira. Algo que esta crisis financiera nos ha vuelto a recordar es que no hay posibilidad de transacciones sin confianza mutua. Los miembros de las comunidades son muy sensibles a la manipulación. Los jóvenes lo son. El lenguaje autoritario de los que detenta el poder o el saber, que también hay quienes usan el saber como un poder, les resulta sencillamente detestable.

En cambio, la idea de comunidad se apoya en el desinterés, en el supuesto de que mi cooperación siempre retorna a mi, que tender una red, alimentarla, aportarle contenido, a la larga redunda en mi beneficio, si no económico, existencial. Aconsejar, acompañar, felicitar, regalar, agradecer, compartir, recomendar, saludar son los verbos del campo semántico de la comunidad, real o virtual.

Hay mucho de esto en la actitud de subir videos a YouTube o de hacerlos circular entre los contactos, hay mucho de esto en la militancia contra el abuso del copyright de grandes compañías de software o de productos (que no pretende dejar de premiar la creatividad de los autores). Chris Anderson, el editor de la revista Wired, en su último libro, sugestivamente titulado Free, aboga por el regalo de parte de lo que se produce como el modelo de negocio típico de la era digital.

Desde otro ángulo bien distinto el papa Benedicto XVI en su última encíclica Caritas in Veritatem diagnostica, en relación con la crisis financiera que “si el mercado se rige únicamente por el principio de la equivalencia del valor de los bienes que se intercambian, no llega a producir la cohesión social que necesita para su buen funcionamiento. Sin formas internas de solidaridad y de confianza recíproca, el mercado no puede cumplir plenamente su propia función económica”. Y propone, como paliativo, el principio de gratuidad y la lógica del don”. No todo es beneficio o poder, mercado y Estado, también existe esa fuente originaria de sentido que es el mundo de la vida, en donde se desenvuelve los vínculos más significativos (el vínculo con Dios, con la familia, con los amigos, con todos aquellos que sufren y se cruzan por nuestro camino y de quienes somos por eso responsables). Y el mundo de la vida conecta antes que nada con las comunidades de la sociedad civil.

La comunicación es el cemento de toda comunidad. Las mismas palabras comunicación y comunidad tienen una raíz compartida o para ser más redundantes una raíz común. Construir una comunidad es poner en común. Poner antes de sacar. Poner para sacar.

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