sábado, 2 de febrero de 2008

La Iglesia en los medios

El número recién salido de Le Monde Diplomatique presenta en portada un dossier titulado: "La Iglesia contra la modernidad", una suerte de balance de la gestión de Benedicto XVI hasta la fecha, desde la uniforme perspectiva progresista-mediática de la publicación.

Me recuerda que recientemente he reflexionado sobre la mirada mediática de la Iglesia. Efectivamente, Pepe Poirier me pidió un artículo para un número monográfico de la revista Criterio sobre: "Adónde va el cristianismo" que salió publicado en diciembre y copio a continuación. En el sitio de Criterio se pueden consultar otros artículos de ese mismo número.
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Conservadores y progresistas en la opinión pública

Damián Fernández Pedemonte, para Criterio

Quizás no haya pregunta sobre el futuro que tenga respuesta, con excepción, justamente, del interrogante: “¿Hacia dónde va el cristianismo?” En este único caso, desde la fe podemos estar seguros en responder: hacia Cristo, Alfa y Omega, Principio y Fin.

La pregunta, sin embargo, trasluce un carácter más urgente y más situado históricamente. Antes de la comunión final con Jesús, ¿qué tiene el futuro inmediato preparado para sus discípulos y qué tienen los cristianos para ofrecerle al futuro?

Como estudioso de la comunicación, mi aporte sólo puede llegar a ser pertinente si vuelvo a situar la cuestión del futuro del cristianismo dentro de ese campo. Para no reducir al debate con la excusa de la pertinencia, me preguntaré por la comunicación más amplia de la que la Iglesia puede ser sujeto: la comunicación de la Iglesia con el mundo no eclesial.

En todo proceso de comunicación institucional, en toda relación de una institución con otras instituciones y con sus variados públicos, intervienen dos fuerzas contrarias: una de consolidación y conservación de la propia identidad (“hacia dentro”) y otra de difusión y de influencia de la institución (“hacia fuera”). También en la historia reciente de la Iglesia ha habido momentos de mayor introspección y debate interno y momentos de expansión y más intenso diálogo con el mundo. A la profundidad con la que el Concilio Vaticano II se abocó a analizar la relación de la Iglesia con el mundo contemporáneo, con el correr de los años le sucedió, sin embargo, una crisis de identidad de muchos de sus miembros.

Por entonces, en los medios de comunicación se hablaba de “integristas” y “progresistas”: los conservadores que buscaban restaurar la tradición en la liturgia, en el ecumenismo, en la reflexión teológica, se enfrentaban a los reformistas que querían aggiornar todos esos terrenos, de acuerdo con las nuevas perspectivas de las ciencias humanas y lo que entendían como progreso de la conciencia.

Hoy también subsiste en la opinión pública la idea de una oposición entre conservadores y progresistas, que responde antes a la manera simplificada que tienen los medios de entender las relaciones intergrupales dentro de la Iglesia que al verdadero pluralismo existente en ella. Conservador y progresista son más bien categorías ideológicas. No digo que no se correspondan con agrupamientos existentes, sino que la división responde más a la manera mediática de clasificar grupos que a la forma de auto-comprenderse de esos mismos grupos. La división se detiene en un nivel de análisis pre-eclesial. Y esto es así porque los medios no cuentan con más herramientas de análisis que las categorías de la esfera política. La división supone que cada uno de estos grupos tiene una misma y compacta manera de entender la doctrina cristiana, que se prolonga en idénticas posiciones de todos sus integrantes en materia política.

Pero para entender mejor esta manera periodística de categorizar las tendencias actuales dentro de la Iglesia, primero habría que tratar de identificar algunas directrices de la evolución de la sociedad contemporánea, representadas en los medios, respecto de las cuales los grupos eclesiásticos adoptan diversa actitud.

Los sociólogos de la religión Berger y Luckman sostienen en Modernidad, pluralismo y crisis de sentido que en las democracias occidentales existe una latente crisis de sentido debida a la amenaza de dos tendencias de signo contrario: el relativismo y el fundamentalismo.

Desde las últimas dos décadas del siglo pasado estamos viviendo entre los restos de la posmodernidad. En la mayor parte de las democracias occidentales se vive bajo el axioma de que los miembros del sistema político “crean” una verdad civil, que se impone como norma de comportamiento para todos, de manera de poder contener así la caprichosa acción humana. Efectivamente, existe un escepticismo generalizado respecto de la posibilidad de que los ciudadanos estén en condiciones de guiarse por valores absolutos, por el respeto a la dignidad connatural a toda persona humana, por los imperativos de su propia conciencia, porque nada de eso existiría “antes” del consenso, acuerdo reservado al debate entre políticos profesionales. Ni siquiera hay que respetar la objeción de conciencia de los ciudadanos frente a la norma consensuada.

Concomitantemente crece como reacción la defensa de la restauración de un Estado autoritario que imponga a todas las personas en todos los niveles los principios religiosos y morales absolutos, bajo la conjetura de que la sociedad deviene de “una” verdad, evidente en sí misma, que exige de todos una adhesión completa. En mayoría este fundamentalismo se impone por la fuerza, en minoría se cierra en un ghetto, en el mejor de los casos, o se transforma en una cruzada, en el peor.

Dentro de la Iglesia, existe hoy la mentalidad de quienes sólo ven el peligro del relativismo deletéreo para una religión basada en un dogma “heredado”. Esta idea puede ir acompañada de algunas patologías:
la convicción de señalar el error siempre fuera del grupo que cuida con severidad la herencia. La doctrina se debe preservar pura, sin dialogar con perspectivas culturales extrañas. Esta idea del núcleo duro, fiel y resistente a los embates del mundo, históricamente suele ir acompañada por la condición del respeto a la jerarquía de la Iglesia y la clara defensa de la pureza de la doctrina por parte de ella. De no cumplirse esta condición, el propio criterio manda deslegitimar y oponerse a la autoridad eclesiástica.

También existe la mentalidad de quienes sólo ven el riesgo de la violencia del fundamentalismo, que vinculan con la defensa de la verdad, y, a fuerza de ceder en la negociación con ideas contradictorias con el cristianismo y ser vencidos por una mentalidad secularizada, reducen la doctrina a unos pocos principios vagos y llegan a dudar de la identidad cristiana y de cuál sea el valor agregado que el cristianismo le aporta a la historia contemporánea.

En el primer grupo, la idea subyacente de verdad es cercana al fundamentalismo, en el sentido de entender la verdad como un fundamento al que todos están en condiciones de acceder en forma automática, sin necesidad de ajustes, ni proceso alguno de persuasión o de diálogo. Esta verdad religiosa, además, controla todos los ámbitos de despliegue público de las personas, sobre todo el político, de manera que, en casos extremos, se piensa que hay pocas opciones políticas para el cristiano e idealmente una sola. No hay muchos caminos hacia el bien.

En el segundo grupo, la idea subyacente de verdad es más cercana al relativismo. Suele provenir de una gran influencia de las modas o ideas prestigiosas o de una psicología acomodaticia, por temerosa, frente a la posible marginación de la opinión pública.

Estas mentalidades (aquí simplificadas), adquieren notoriedad pública en la medida en que encajan en la mentalidad del periodista y de sus criterios.

En su reciente libro La Iglesia católica en la prensa, su conflictividad, ten entre ellosmismos gruposDiego Contreras también contrasta algunas peculiaridades de la Iglesia como objeto informativo, con ciertas actitudes profesionales de los periodistas. Por ejemplo:

La Iglesia cuenta con un depósito de doctrina que incluye una visión del hombre que no puede modificar arbitrariamente, pero a la mentalidad periodística le cuesta aceptar la existencia de verdades constantes.

Las enseñanzas de la Iglesia sobre moral son, a veces, complejas, matizadas y expuestas en un lenguaje técnico, y esto es un escollo cuando se privilegian historias periodísticas breves, sencillas, impactantes y poco matizadas que, con frecuencia, responden al esquema de héroes contra villanos.

La Iglesia no sigue en su organización el modelo democrático, sino el de la comunión en torno del Papa y de los Obispos, en cambio la prensa suele juzgar con criterios de democracia política a todas las organizaciones.

Pocas verdades vinculan completamente a los cristianos. Hay un amplio campo de cuestiones abiertas, en las que es legítima la diversidad de opiniones. Misión del Magisterio es, precisamente, fijar esas fronteras: distinguir en la doctrina de Cristo lo poco esencial, aunque socialmente controvertido, del amplio campo de libre discusión. Los medios corren el riesgo de nivelar todas las intervenciones, en la medida en que las más variadas fuentes opinando sobre los más diversos temas son recogidas como “la” opinión de la Iglesia.

Seguramente se deba al actual acecho del relativismo y del fundamentalismo, y al peligro de que los cristianos adviertan sólo uno de estos extremos, que Benedicto XVI esté intentando purificar y apuntalar la esencia de la identidad cristiana hacia adentro, y predicar la forma característica de comunicación de esa identidad hacia fuera, que es el amor, realidad a la que destinó su primera encíclica Deus caritas est.

Se podría ilustrar este esfuerzo con muchas declaraciones del Papa, elijo un párrafo de su discurso inaugural de la Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, en Aparecida:
“Sólo Dios conoce a Dios, sólo su Hijo que es Dios de Dios, Dios verdadero, lo conoce. Y Él, "que está en el seno del Padre, lo ha contado" (Jn 1,18). De aquí la importancia única e insustituible de Cristo para nosotros, para la humanidad. Si no conocemos a Dios en Cristo y con Cristo, toda la realidad se convierte en un enigma indescifrable; no hay camino y, al no haber camino, no hay vida ni verdad. Dios es la realidad fundante, no un Dios sólo pensado o hipotético, sino el Dios de rostro humano; es el Dios-con-nosotros, el Dios del amor hasta la cruz (…).
La fe nos libera del aislamiento del yo, porque nos lleva a la comunión: el encuentro con Dios es, en sí mismo y como tal, encuentro con los hermanos, un acto de convocación, de unificación, de responsabilidad hacia el otro y hacia los demás. En este sentido, la opción preferencial por los pobres está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9)”.

Tal vez el análisis de las representaciones que los medios devuelven, puede servir al auto-análisis de los distintos grupos eclesiásticos y a la comprensión recíproca. Unos podrían aprender del respeto a la doctrina de los otros, y éstos de la comprensión de las personas de los primeros.

De su confrontación con los medios, los diversos grupos de la Iglesia pueden aprender más: que no deberían pretender “copar” los medios –como ningún otro ámbito-, sin respetar su propia lógica y legítima autonomía de funcionamiento, ni parece eficaz contrarrestar su influencia creando poderosos medios católicos, que se basarían en otras reglas poco profesionales. Tampoco se puede avalar, como si fuese compatible con la visión cristiana de la persona, el sistema de valores que muchos medios construyen, por el cómodo expediente de invocar la comprensión. Comprender no es justificar.

Me imagino que a un período como el actual de más hincapié en la identidad cristiana, le sucederá otro de más insistencia en la propagación de la fe. Mientras tanto se puede avanzar en una mayor toma de conciencia de la necesidad de contar, a la par, con un conocimiento amoroso de Cristo y con una excelente formación profesional si se quiere incidir cristianamente en una opinión pública que demanda cada vez más: amplitud de horizontes, buenos argumentos bien presentados, respeto por las personas. En el fondo, la opinión pública puede estar esperando descubrir a Cristo en sus discípulos, formadores de opinión de calidad: “En efecto –dijo también Benedicto XVI en Aparecida–, el discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro”.

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